El otro día, cogí el último libro que me había comprado, y me senté en el sofá dispuesto a la lectura. No lo recordaba así, pero ahora el libro no tenía nada que lo adornara en su exterior. Su aspecto era blanco, vacío. No había ni título, ni autor, ni dibujo o fotografía. Nada. Vacío. Estaba completamente vacío. Al abrirlo al azar por una página cualquiera, comprobé que sus páginas también estaban en blanco. No le di demasiada importancia y regresé al principio. La primera página sí que estaba impresa. Impresa de palabras, de letras, de párrafos y de líneas como cualquier otro libro. Pasé la página y la segunda también estaba en blanco.
Decidí comenzar a leer.
Las primeras líneas de la historia me recordaban a algo, aunque no sabía exactamente a qué. Al acabar la página, volví a avanzar pasando a la siguiente y esta vez, sí que estaba llena de letras. Era un libro mágico, supuse, que iba completando sus páginas según las iba leyendo. Y según las iba leyendo, cada vez me resultaba más familiar aquella historia.
Unos días después, al retomar la lectura, solo permanecía completa la página en la que me había quedado, tanto las páginas anteriores como las siguientes, estaban en blanco, por lo que no necesitaba ningún marcapáginas para seguir el rastro de mi lectura. Además de mágico, era práctico, pensé.
Ahora ya reconocía la historia que me estaba contando. Era mi propio historia, que se iba completando según avanzaba, y borraba las huellas de mi pasado. Un mensaje demasiado ñoño y evidente, pensé, pero continué leyendo sin darle demasiada importancia.
Una pregunta me vino entonces a la mente: ¿Qué ocurría cuando lo hubiese acabado? ¿Quedarían todas las páginas en blanco de nuevo, o de pronto, todas recuperarían sus letras, sus líneas y sus párrafos para quedarse impresos para siempre?